sábado, 25 de abril de 2009

Contagio / abimis (Victor Iglesias Gois)

No sé por qué razón ese día, y pese a estar bastante contrariado por las permanentes discusiones con mi pareja, presté atención a la figura delgada de ese hombre, que todos los días se acercaba hasta el local para pedir se le diera un cigarrillo.-
De más o menos unos cuarenta y tantos años mal llevados, de ropas gastadas, aunque limpias, barba rala y ojos húmedos, era el blanco de las burlas cotidianas.
-¿Y profesor, que números jugamos hoy?.-
Esa pregunta, sabíamos, actuaba como el disparador de las burlas, y de respuesta ya conocida.
-Cincuenta, doce, dieciocho, decía el hombre.
–Pero profesor, lo mismo dice todos los días...
–Cincuenta, doce, dieciocho, ¿me dan un cigarrillo?...él reiteraba una y otra vez la respuesta.Y broma tras broma, siempre igual, las burlas no cesaban hasta que algún caritativo le daba el tan ansiado cigarrillo.-
Decidí ser yo el que cortara la espera del hombre aquél, y con un gesto le indiqué que se acercara.
-Quiero que te quedes con todo, es para vos, dije, dándole la cajetilla completa de cigarrillos.
Me miró, y como respuesta recibí el consabido, cincuenta, doce, dieciocho, pero antes de alejarse, algo pareció encenderse en sus ojos, y señalando hacia mí dijo...gracias, pero ella no contesta.
Y se alejó con su preciosa carga.
Quedé un largo rato meditando sobre las palabras que había agregado ese día el hombre, y de pronto todo se había aclarado en mi mente, como si un velo se desgarrase dejando ver la verdad sobre él
Cincuenta, doce, dieciocho, debía ser el número de teléfono al que había llamado con infinita insistencia, sin obtener respuesta, y aquel pobre hombre había enloquecido, por no ser perdonado, o por no saber perdonar, llevándose el amor perdido su cordura.
No podía dejar de pensar en esto, y una inquietud comenzaba a apoderarse de mí, tomé el teléfono y comencé a insistir en una llamada.-
La campanilla se quedaba repiqueteando en mis oídos, pero no obtenía la respuesta esperada. Colgué el auricular, y con un temor creciente, ya que yo también debía perdonar y ser perdonado, casi sin darme cuenta, me había contagiado.Y mis labios, obedeciendo al corazón y no a la mente, comenzaron a balbucear con amor...tu número de teléfono.-

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho,a pesar de que suponía el final, le diste un no se qué dejando como un eco en el aire. Buenísimo

Yonamoe dijo...

Es muy bonito. Hay algunas cosas mejorables, pero vas bien encaminado. Ya me gustaría a mí encontrarme estos relatos por la biblioteca...

http://labibliotecadealexandria.wordpress.com