jueves, 26 de febrero de 2009

Los mermas / Róger Vilar

Aunque inundan el bosque, nadie ha podido hacer una descripción fidedigna de los mermas. Los niños hojean libros de zoología en busca de sus formas y de sus hábitos, pero los diagramas los conducen al lobo, pues en su primera etapa un merma tiene el cuerpo de este animal. ¿Cómo identificar en una manada al merma? Un explorador armenio asegura que se debe detectar al macho o hembra más silencioso, al que suele apartarse de la manada, oler las piedras, el musgo, aullar cuando ninguno aúlla. Y es que el merma no se siente bien en ninguna compañía, la ansiedad lo devora y acaba abandonando la manada. Se interna entre las sombras, deja de cazar, duerme muchas horas, semanas enteras. Todo su cuerpo empieza a correr hacia un punto impreciso, no material, que supuestamente se encuentra en su pecho. El pelo se hunde en la piel, los colmillos en la encía. Luego se queda en carne viva, y es posible ver el movimiento de sus pulmones y el latido del corazón. Durante las primeras heladas los órganos fluyen hacia el punto espiritual en el pecho del merma. Si alguien lo encuentra en esos momentos podría apreciar cómo los riñones adoptan la forma de un río y los intestinos parecen cataratas. Cada hueso se vuelve un silbido del viento. Nada queda ya del lobo, el merma ha alcanzado su plenitud. Sale de la madriguera y aúlla junto a nosotros, nos muerde el cuello, nos lame la superficie del corazón, pero nada vemos pues el espíritu sopla donde quiere y su llegada es impredecible.

domingo, 22 de febrero de 2009

Había una vez (1) / Olivia Vicente Sánchez

Refieren Los cronistas que recopilan cuentos absurdos que se encontraron este, titulado "Había una vez...", un día de lluvia torrencial, cuando la noche tapaba, con su seda oscura, salpicada de escasas estrellas, la tierra mojada.
En realidad, ninguno de ellos asegura conocer la auténtica versión del relato, incluso, según fuentes escépticas, no existe una única forma para esta historia. Uno de los antólogos atestiguó, en una tarde bañada por el mal ron, que él poseía todos los capítulos de este cuento inconcluso. Sin embargo, famoso por sus verdades sesgadas, este compilador sufrió las burlas de su público de tercera fila.
Sea de cualquiera manera- a mí me resulta indiferente-, reproduzco una versión- parcial o absoluta- con el fin de que el lector prosiga la búsqueda del cáliz literario.

Había una vez un niño que, cuando despertaba por las mañanas, no era persona. Sus ojos se entreabrían en un dulce parpadeo bastante perezoso. Ciertamente, él pensaba, para qué levantarse otro día más, si no habría nada singular que protagonizar. De este modo, bostezaba, se daba la vuelta en la cama y continuaba durmiendo.
Un día- del que no tienen noticia concreta Los cronistas que recopilan cuentos absurdos-, el niño volvía a desperezarse. Se frotaba los ojos con los puños del pijama. Una y otra vez. Pero, en una de esas veces, se asustó: junto a él, en su camita, se hallaba una niña que observaba su despertar.
Ambos niños se miraron fijamente durante minutos. La escasa luz que entraba por las rendijas de la persiana les permitía captar con torpeza los rasgos del otro. Sin embargo, destacaban sus sonrisas, de blanca leche, y sus ojos, de sorpresa crecida.
A partir de aquella alborada, el niño se enfrentó gozoso al amanecer, junto a los susurros de la niña.

Los cronistas que recopilan cuentos absurdos discrepan en torno al colofón del relato. Unos confirman que la niña pertenecía a un sueño inacabado del varón. Otros, en cambio, otorgan al encuentro entre los infantes un carácter mágico. Los menos hablan de que estos, a su vez, fueron la fantasía onírica de un adulto, cansado del hastío vital. Y, finalmente, uno, bastante realista, dice que, simplemente, es un relato extravagante, como todos los que recoge su grupo de trabajo.
[1] Inspirado en el arte de Alejandro Dolina en sus Crónicas del Ángel Gris.
29 de agosto de 2008
Dedicado a Tavo

martes, 10 de febrero de 2009

Espirales / Jhoerson Yagmour

Decían que ella estaba loca. Se mantenía oculta en su cuarto. Tallaba, sin cesar, espirales de vida. Remolinos concéntricos se encontraban esparcidos por las paredes y el techo de su cuarto. Ella los contemplaba con admiración. Los padres, preocupados por su hija, buscaron la opinión de todo tipo de estudiosos. Al principio, visitaban el cuarto los más reconocidos expertos en simbología. Con estoicismo hablaron de las figuras mayas y egipcias que hacían signos similares: espirales de vida. Un día que hacía un calor oscuro, huyeron despavoridos. Ella creaba el universo.
Luego me llamaron a mí. Quizá podría entenderla desde la psicología. Inmediatamente me di cuenta que no podría desentrañarla a través de ningún método. Me dediqué únicamente a contemplar detenidamente cómo surgía el mundo. Totalmente concentrado en los espirales, me perdí en el tiempo y en el espacio. Un día me di cuenta que la joven me miraba a la vez que señalaba un espiral en el rincón izquierdo de la cama. Entendí pronto que se refería a mi ciclo de vida. Éste no se completaba. Huí de allí con miedo, temeroso de extinguirme antes de tiempo. No funcionó. Ese día finalizó el resto de mis días. Juntos creábamos el universo.
Texto Ganador del Concurso Nacional de Minicuentos "Los desiertos del Ángel" (2007)

sábado, 7 de febrero de 2009

Los mejores días del año / Carmen Cristina Wolf

En vacaciones la mañana era un vaso de cerveza desparramándose, al mediodía se convertía en un caldo caliente. Las gavetas dejaban salir la ropa ligera, sandalias, lociones contra los mosquitos, bronceadores y sombreros. Un verano para bañarse en el río, leer a Julio Verne, Salgari y los cuentos de Julio Garmendia. Comer mangos y guayabas y contar historias de aparecidos en la playa, que estaba apenas a un kilómetro, como si el mar estuviese a millas, millas y millas de distancia. Y todo allí mismo, en casa del abuelo, a orillas del Río San Esteban cubierto de una vegetación cerrada verdinegra.
Era la felicidad completa, sin preocupaciones. El gozo del principio del vivir, la pubertad en plena ebullición cuando todo parece estar en una cesta en la cual basta con hundir las manos para sacar cualquier aspiración hacia el milagro de la realidad, con ese esplendor de las cosas recién estrenadas. Levantarse de la cama no costaba nada, eran días de otra tinta. Desayunar un vaso de leche y una arepa caliente con mantequilla. Al frente los chaguaramos y los caimitos, las matas de limón y de naranja, los cedros centenarios. Nos esperaba la pelota húmeda sobre el césped mientras el abuelo recogía las hojas secas con sus botas de hule y el rastrillo despeinado por el uso. En el río aprendimos a confiar, no temíamos su fondo, poblado de medallitas luminosas. No teníamos miedo de los peces pequeños ni de los gigantes que nos imaginábamos podrían aparecer algún día. En esos instantes, arrojados al círculo del secreto, podíamos creer, escuchábamos una promesa y creíamos en ella. Vivíamos en pulsación, atentos al paso del agua que conducía un millón de años de rayos de sol, ramas y hojas caídas. La vida nunca necesitó de explicaciones. En cada uno de nosotros latía una semilla y no lo sabíamos porque no dejábamos de jugar, reír y pelear para volvernos a contentar enseguida. Inmersos en el universo todavía somos aquellos que no teníamos miedo, cuando cruzamos el río de la mente y sólo nos dedicamos a jugar.
Carmen Cristina Wolf
Círculo de Escritores de Venezuela

http://literaturayvida.blogsome.com
http://ccwolf.wordpress.com

miércoles, 4 de febrero de 2009

Una nueva oportunidad / Raúl Garcés Redondo

Un viento frío sacudía las calles de la ciudad por las que avanzaba un hombre con la cabeza hundida en el abrigo y baja la mirada. De este modo fue incapaz de ver como la mujer de sus sueños pasaba a su lado. Aunque sí reparó en un guante caído sobre la acera. Lo tomó en su mano con suma delicadeza recreándose en los vivos colores que lucía.
- Disculpe, se me ha debido caer del bolsillo - acertó a escuchar justo antes de perderse irremediablemente en una cálida sonrisa.