viernes, 22 de mayo de 2009

El adicto / Vicente Muñoz Álvarez

Crepúsculo de terciopelo rojo y cansina ingravidez, distorsión de los objetos, decadencia y languidez bajo el eco de una carcajada... Pero ahora estoy despierto y hay montones de basura sospechosa en las esquinas de mi cuarto, utensilios de mi exigua nutrición. Apenas siento el beso del agua al contacto con mi piel, espuma de colores cambiantes e irisados. Y la calle empalagosa, que se estira y se retuerce, se duplica potenciando mi fatiga secular. Ansiedad y ansiedad. Rostros cuadrados y aritméticos, de carne inexpresiva y desleída, pasan junto a mí cual fantasmas de mis sueños. Luces de neón que explosionan en mi mente y coches de ambiguos colores y policías y putas contagiadas mientras la angustia atenaza mi estómago con un abrazo frío. Pero al fin veo el rostro hermafrodita de mi dios, entre una multitud disforme, iluminado por una aureola que oscila sobre su cabeza en la representación de un éxtasis que abrasa... Amenazas, susurros lejanos e intercambio. Y la euforia de mis venas desnutridas, que con vítores triunfales celebran una orgía hipersensible. El sórdido retrete del sórdido garito que ya se torna aséptico, mágico y sensible por momentos que tal vez fueron horas. Pero ahora el camino ya no es largo, ni sucio ni poblado de fantasmas: vuelve a ser crepuscular. Y de nuevo en mi cuarto, que ahora es regio, un orgasmo estomacal sin erección. Y el sueño y la desidia, duermevela de fantásticas visiones, de caída eterna a lo insondable de un pozo profundo que se abre y se cierra y me expulsa hacia un vacío púrpura del que no deseo despertar...
Vicente Muñoz Álvarez

domingo, 3 de mayo de 2009

Continuidad de los parques / Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirian color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oidos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.