sábado, 13 de febrero de 2010

Con el viento / Francisco Diaz

El viento de la noche le acariciaba la dulce cara. A lo lejos, ruidos de bocinas, sirenas, y música a todo volumen. Acá cerca, el ruido del mar. Allá abajo, las olas golpeaban contra las rocas del acantilado provocando un sonido que la llenaba de paz. Había sido una larga noche, y ahora, sólo quería estar al borde de ese acantilado, escuchando las olas romper y sin más compañía que el viento de la noche.
Ya no le importaba nada. ¿Qué sentido tenía? No lo perdonaría jamás. Tiró unas piedritas al mar y vio como caían hasta hundirse en el agua. Le tentó la idea.
Repasó mentalmente los hechos de aquella noche. Cómo se preparó para verlo, cómo se maquilló, cómo se probó mil vestidos, y cómo cuando él llegó, ni se fijó en su aspecto. Demasiado tarde. Ya las lágrimas habían corrido el maquillaje y su vestido estaba rasgado en varios lugares. Le dolían los raspones, pero no le importó.
Recordó que pasaron a buscar a algunos amigos y entre risas y alcohol, terminaron en ese mismo acantilado, completamente borrachos. Algunas cosas no recordaba, por ejemplo, qué se hicieron aquellos amigos y amigas, que en determinado momento desaparecieron dejándolos a ellos dos solos. Seguramente se habrían ido a un telo, o a un arbusto, o al lugar lo suficientemente íntimo como para no ser molestados. Es que, después de todo, ellos también acabaron haciendo eso.
Ella se paró. La luna brillaba como nunca la había visto, y allá abajo, su luz iluminaba la espuma del mar. Habían ido en su auto hasta la casa de él. Él manejaba. ¿A qué velocidad irían? No importaba. Seguramente iban muy rápido. Tan sólo recordaba el estrepitoso ruido, y el cuerpo de su novio saliendo despedido por el parabrisas.
Respiró profundo, el viento de la noche la espabilaba, y le aclaraba las cosas. Cuando recobró el conocimiento, tan sólo atinó a sacarse el cinturón de seguridad e ir a ver a su novio. Aquella espantosa imagen le volvió a la mente y se estremeció. Entonces ella empezó a correr, llorando, y alejándose lo más posible del auto y esa horrible escena. Fue así como llegó a ese acantilado, donde ahora las olas rompían con mayor fuerza.
Cerró los ojos. El viento de la noche la incitaba a hacerlo. Abrió los brazos y se dejó caer, empujada por el viento, hasta allá abajo, donde las olas rompían con fuerza en las rocas, con la luna como único testigo.

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